Imagínese subido a un tren de hace cincuenta años que parte de Sabiñánigo, cruza Jaca con el telón de fondo del paisaje pirenaico y termina en Canfranc. Al llegar, le recibe un complejo colosal de 242 metros de longitud, con 75 puertas que invitan a entrar y tantas ventanas como días tiene el año. Todo envuelto en un halo de misterio.
Abra los ojos: hoy puede tomar el Canfranero y contemplar la estación de Canfranc tal como era, casi inmutable, a pesar del cementerio de hierro y vagones grafiteados que acecha detrás.
Situado en la Jacetania (Huesca), este antiguo apeadero internacional es una joya arquitectónica monumental. Gracias a su revestimiento de hierro, ha resistido las inclemencias del Pirineo y los avatares históricos desde su inauguración, el 18 de julio de 1928, por Alfonso XIII. Concebida para impresionar a los vecinos franceses, supuso la primera conexión ferroviaria terrestre entre España y Francia.
Incendios, huelgas y muertes prematuras jalonan su historia, pero el episodio más novelesco ocurrió en los años cuarenta. Mientras España se recuperaba de la Guerra Civil y Europa ardía en la Segunda Guerra Mundial, Franco mantenía una ambigua neutralidad favorable a los alemanes, que le habían ayudado en 1936. Un acuerdo secreto permitió que, mes tras mes, circularan por Canfranc 1.200 toneladas de mercancías en la ruta Alemania-Suiza-España-Portugal, entre ellas el oro expoliado por los nazis a los judíos. Oficiales de las SS y la Gestapo controlaban la aduana internacional.
Algunos vecinos aún recuerdan haber cargado y descargado vagones sin saber qué contenían. Si no puede hablar con ellos, la propia estación relata su historia con voz clara cada viernes, sábado y domingo por la noche mediante un espectáculo de luces y sonidos. La Oficina de Turismo ofrece visitas guiadas de 45 minutos al paso subterráneo y al imponente vestíbulo, que conserva elementos originales.
Canfranc no es solo una estación: es un libro abierto de piedra, hierro y sombras.







